27/4/10

Fortuna

Pretendía escribir acerca de mi ingreso -momentáneo- a la dimensión desconocida de los trámites en la capital mexicana, todo un experimento antropológico, social y psíquico digno de un relato de Kafka, pero después de lo que vi ayer en el supermercado desistí de esa idea, por la simple y sencilla razón de que suena muy presuntuoso estarse quejando de algo tan insignificante como levantarse a las 6 am, subirse al auto e ir a perder al menos seis horas de mi vida haciendo fila en una oficina gubernamental.

Soy afortunada por poder hacer los tortuosos trámites con el estómago lleno y bien abrigada, mientras millones de mexicanos sortean la difícil situación económica que desde hace unas cuatro décadas llegó para quedarse en amplias zonas del país.

Mientras yo bebo mi café, hay una mujer a la que las monedas no le alcanzan para una manzana y un pequeño y delgado bistec. Es una señora de unos 70 años o más, con los estragos del hambre a cuestas y el rostro ajado de tanto imaginar una vida con mejores condiciones económicas.

Las promesas de los gobernantes son como un mal sueño para ella, algo nebuloso que sólo es contrastable cuando recorre los pasillos del súper cuyos anaqueles rebosan de productos que jamás podrá comprar. No se trata de un lujo, me refiero solo a lo indispensable, a lo que humanamente una anciana de su edad debe comer para vivir tranquila.

La cajetilla de cigarros que me fumo tiene un valor de 30 pesos, menos de tres dólares, poco más de dos euros, pero a ella no le alcanza para comprar -juntos- la manzana y el bistec, que suman algo así como 25 pesos con 60 centavos.

Sus manos, manchadas por el paño, se desesperan buscando más monedas de 50 centavos, solo aparecen dos pero de diez, esas pequeñitas que yo tenía años sin ver y que me demuestran lo bien que están las cuentas macro y micro económicas en este país.

La escena, ocurrida delante de mí en una caja del súper, me recordó que en esta nación dizque bicentenaria el futuro es totalmente incierto: Yo misma, dentro de unos cuarenta años, podría ser esa mujer.

Por eso aguanté las lágrimas, le dije a la cajera que le devolviera las monedas a la señora, que yo pagaría su cuenta. Es lo menos que puedo hacer y con vergüenza, por tener la fortuna que tengo, ser una clase mediera tapatía, habitante del Distrito Federal, que puede levantarse a las 6 am y conducir el auto hasta la oficina donde el gobierno ejerce de ladrón, ese que desde hace rato se robó el futuro de los ciudadanos.

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