13/5/08

Madres de guerrilleros

Son mujeres poco afectas a los reflectores, la mayoría prefiere guardar silencio sobre las actividades de sus hijos, aunque éstas sean la causa principal de sus preocupaciones; pasan noches enteras sin dormir y amanecen tristes, ojerosas, con ganas de que todo sea una pesadilla. No es fácil llevar a cuestas la certeza de que se tiene un hijo en alguna guerrilla: al principio lo niegan, pero en su fuero interno recuerdan que el vástago era rebelde desde pequeño.

Si coinciden o no con la causa enarbolada por el grupo armado al que pertenece el hijo es algo irrelevante, pues el amor a su muchacho suele excluir cualquier discusión ideológica, lo cual de paso ayuda a mitigar los sentimientos de culpa que a veces las atormentan.

En ocasiones la zozobra acaba con su paciencia y explotan en reproches con el marido; sienten que no las entienden, incluso hay quienes les dicen que sufren gratuitamente o que de plano exageran ante una realidad que no pueden modificar.

Pero el trago más amargo llega a la hora de la comida, cuando sirven la sopa caliente en un día nublado y la nostalgia les cala hasta los huesos pensando que el retoño quizás no tiene qué comer. Ese dolor que sólo ellas saben sentir también entra de súbito en la recamara al encender la televisión y el noticiero anuncia un operativo militar que intenta acabar con el foco guerrillero.

Desde hace casi tres lustros, más o menos así ha sido la vida de Socorro Vicente, la abnegada madre del hombre que se esconde detrás del pasamontañas en las profundidades del estado de Chiapas.

“Ahorita no me siento muy bien” de salud, es la frase que cada año repite la mamá del Subcomandante Marcos tratando de esquivar a la prensa. “Me siento medio deshidratada” por el calor, es otra de las excusas que le sirven a esta mujer de 78 años para no hablar del líder del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), identificado en 1995 como Rafael Sebastián Guillén Vicente, el cuarto de sus ocho hijos.

Hija del emigrante español Sebastián Vicente Morillo, Doña Socorro, como se le conoce en Tampico, Tamaulipas, ya se acostumbró al constante cuchicheo de quienes se encuentran con ella en la calle. Por eso sale poco, además de que el buen ánimo no la acompaña del todo desde que hace dos años y medio murió su esposo, Alfonso Guillén Guillén.

De joven, la madre de Marcos solía ayudar a su marido en los negocios que éste emprendiera, sin descuidar nunca las labores del hogar y la atención a sus hijos. Por eso fue muy duro el golpe de 1994, cuando en los primeros días de enero empezó a reconocerse en los ojos de aquel encapuchado que explicaba el levantamiento zapatista en la plaza de San Cristóbal de las Casas.

Si bien el matrimonio Guillén Vicente sospechaba por las prolongadas desapariciones de Rafael, saberlo encabezando una guerrilla parecía un argumento sacado de las historias de caballeros que el hijo pródigo solía leer en la infancia.

“Ya no saben ni qué hacer estos muchachos”, consideró Socorro Vicente en 2005 al opinar de manera escueta sobre los planes de su hijo, que entonces pretendía iniciar con la “Otra Campaña” un segundo recorrido por el país después del denominado “Zapatour” de 2001.

Con monosílabos, Doña Socorro admitió estar “más tranquila” ante la posibilidad de que el EZLN se convirtiera en un movimiento político si así lo decidían sus bases indígenas y los simpatizantes de la “Otra Campaña”, escenario que desapareció del discurso del subcomandante Marcos desde mayo de 2006, después de que éste se solidarizara con los detenidos de San Salvador Atenco.

Siempre pendiente de las noticias, Socorro Vicente no se anima a expresar alguna admiración por Rafael Sebastián, como sí lo hacía su esposo, Alfonso Guillén, quien antes de morir dijo que ellos entendían la peculiar vocación de su hijo, por lo que no podían pedirle que se retirara.

Madre en la clandestinidad

Algo similar ocurre con la familia Cerezo Contreras: Emilia, madre de cinco hijos, dos de ellos en prisión, es incapaz de sugerirles que cesen su activismo, aunque en este caso, quien es señalada de pertenecer a un grupo armado es precisamente ella.

“Extraño su compañía, su algarabía, las sobremesas mientras vivimos bajo el mismo techo”, expresa Emilia Contreras Rodríguez en una de las cartas que a través de Internet envía a sus hijos Alejandro, Héctor, Antonio, Francisco y Emiliana.

Los hermanos Cerezo, tres de los cuales fueron detenidos en 2001 acusados de la colocación de artefactos explosivos en sucursales bancarias de la Ciudad de México, aseguran que no han visto a su madre desde 1991, año en el que por enésima ocasión habría pasado a la clandestinidad al igual que su esposo, Francisco Cerezo Quiroz.

Emilia y Francisco, de acuerdo con la Procuraduría General de la República, en realidad serían Elodia Canseco Ruiz y Tiburcio Cruz Sánchez, presuntos fundadores del Ejército Popular Revolucionario (EPR).

“Nunca nos han mostrado la ficha o el expediente en el que quede asentado que efectivamente son ellos”, argumentó en diciembre de 2004 Francisco Cerezo Contreras, activo defensor de la inocencia de sus hermanos Antonio y Héctor, quienes permanecen encarcelados cumpliendo una condena de 13 años.

Según los relatos que Emilia ha contado a sus hijos, la primera vez que decidió dejar atrás toda su vida fue en 1972. “Me alejé de mis papás, mis hermanos, mis amistades, de la familia de papá, para buscarlo, reunirme con él y protegernos de la persecución del gobierno”, puede leerse en una de las misivas enviadas a los hermanos Cerezo.

Siempre preocupada por el destino de sus hijos, Emilia no deja de aconsejarlos, les pide que se mantengan optimistas a pesar de las duras circunstancias que les ha tocado vivir, y sobre todo nunca olvida enviarles “todo el cariño de mamá”.

Represión familiar

Al igual que Emilia, el destino de Dominga Cabañas se convirtió -desde finales de la década de los años sesenta- en un constante sobresalto que terminó matándola de una embolia en octubre de 2007.

La tía de crianza de Lucio Cabañas Barrientos, el guerrillero fundador del Partido de los Pobres (PDLP), fue una víctima más de la dura represión emprendida en el estado de Guerrero para acabar con las bases sociales que apoyaban a los rebeldes.

Dominga no tenía una posición política, de hecho era iletrada el día que fue detenida sólo por ser familiar de aquel maestro rural que decidió alzarse en armas en las inmediaciones de la sierra de Atoyac.

Lo mismo sucedió con la madre y los hermanos de Lucio, todos en algún momento fueron apresados y objeto de amenazas, lo que obligó a Dominga a dejar el poblado de El Cayaco, en el municipio de Coyuca de Benítez, para trasladarse en silencio a la Ciudad de México.

Nacida en 1920 en la oscuridad de la pobreza, Dominga Cabañas se hizo cargo de Lucio cuando éste tenía ocho años; eran los tiempos en los que Manuel Ávila Camacho gobernaba el país bajo la promesa de dar garantías a la propiedad rural, política que sólo terminó beneficiando a los terratenientes.

Por eso Dominga nunca se enteró que desde entonces los distintos gobiernos de Guerrero crearon sólidas bases de complicidad con aquellos que años después delatarían a su sobrino.

El día en que Lucio fue asesinado, el 2 de diciembre de 1974, Dominga Cabañas se estremeció con el miedo que durante décadas ha atormentado a su familia. “El temor nunca termina, porque el gobierno y las leyes son injustas”, explicó el año pasado Micaela Cabañas, hija del guerrillero. Dominga pensaba lo mismo.

Mamá, la desaparecida

Un año después de la muerte del fundador del PDLP, convencidos de que la utopía era posible, decenas de jóvenes seguían enrolándose en las filas de la Liga Comunista 23 de Septiembre, la guerrilla urbana que mantuvo en jaque a las autoridades durante buena parte de los setenta. Una de ellas era Carmen Vargas Pérez, la madre desaparecida de Aleida y Lucio Antonio Gallangos.

“Yo estoy bien conciente de que mis papás ya no están, quisiera que me dijeran ‘aquí están, aquí los tenemos’, pero ya son muchos años, mucha gente murió en las torturas, a muchos otros los ejecutaron”, enfatiza Aleida con resignación.

A Carmen la vieron por última vez afuera del cine Cuitlahuac de la colonia Clavería, al noroeste de la Ciudad de México, era el 26 de Julio de 1975. Ese día fue interrogada por la extinta Dirección Federal de Seguridad (DFS), dependencia que la identificó con el alias de “La Morena” y miembro de la Brigada Roja de la Liga 23 de Septiembre.

Maestra normalista de profesión, Carmen salió intranquila a la cita del cine donde se encontró con dos compañeros del grupo armado. En realidad tenía el alma en un hilo desde Junio cuando su hijo mayor, entonces de tres años, desapareció a manos de algún cuerpo de seguridad, y luego le siguió su esposo, el también guerrillero Roberto Antonio Gallangos Cruz.

“Carmen Vargas Pérez está siendo interrogada y ha proporcionado dos domicilios de los que ellas denominan casas de seguridad”, explica una ficha encontrada en los archivos de la DFS que data del 1 de Agosto de 1975. Después de esa fecha, Carmen se volvió herida abierta para sus familiares.

El último abril

El destino de Jesús fue parecido, su madre lo vio de lejos por última vez el 18 de abril de 1975, luego de que durante meses solo se reportaba a casa con rápidas llamadas que hacía desde algún teléfono público, simulando ser otra persona.

Eran las exigencias de la clandestinidad, aunque con ello no podían evitarse las “visitas” de la policía a familiares y amigos, quienes fueron sometidos a largos interrogatorios a pesar de no tener ningún dato sobre el paradero de Jesús, un estudiante de medicina que la prensa consideraba “presunto terrorista”.

“Yo no sabía a qué se dedicaba, lo empezaron a perseguir exactamente el 25 de noviembre de 1973, me enteré porqué no regresó a la casa y al día siguiente salió en el periódico que él era integrante de la Liga”, recuerda la senadora Rosario Ibarra de Piedra.

Jesús tenía 21 años cuando su madre tomó conciencia sobre “la tortura y el cautiverio injusto” que implementaban los cuerpos de seguridad de la época; a partir de ese momento ella habló 39 veces con el entonces presidente Luis Echeverría, se reunió con el otrora secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, y con el subsecretario Fernando Gutiérrez Barrios, sin obtener una respuesta.

“Es una cosa espantosa: la incertidumbre, el no saber donde está, el tener la certeza de que lo han maltratado muchísimo, es un dolor incesante, aunque pasen los años no acaba”, explica la fundadora del Comité Eureka.

El hijo de Rosario Ibarra tenía una mirada fresca y optimista, como la mayoría de los muchachos que se preocupaban por la sociedad en la década de los setenta. “Los nuestros, los que se fueron a la guerrilla, los que entregaron su juventud a la lucha por los más pobres, por los más oprimidos, son iguales”, enfatiza la senadora.

Desde hace 33 años, la madre de Jesús Piedra dejó atrás su casa en Monterrey para transformarse en una incansable luchadora social; ella no pierde la esperanza de encontrar a su hijo, aunque para ello es necesario disciplinar el llanto, porque “no queremos que nos vean llorar los poderosos, los que se los llevaron”.

Publicado en la Revista Cambio

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